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Santuario de Delfos.

Foto: Istock
Santuario de Delfos.

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Curiosidades de la Historia: Episodio 99

Delfos, la gran excavación del santuario de Apolo

A finales del siglo XIX, arqueólogos franceses, con el apoyo del recién creado Estado griego, sacaron a la luz los restos del santuario de Apolo en Delfos, sede del famoso oráculo, ocultos durante siglos bajo una pequeña aldea.

A finales del siglo XIX, arqueólogos franceses, con el apoyo del recién creado Estado griego, sacaron a la luz los restos del santuario de Apolo en Delfos, sede del famoso oráculo, ocultos durante siglos bajo una pequeña aldea.

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Delfos, el centro del mundo según los griegos, constituye un paraje único por su ubicación. En un anfiteatro natural a 500 metros de altura en las laderas del monte Parnaso, en la Grecia central, se despliega en varias terrazas un inmenso conjunto monumental. Como sede del templo y el oráculo del dios Apolo, Delfos fue uno de los centros de culto y peregrinación más importantes de la Antigüedad, y acogía también competiciones atléticas, poéticas y musicales. Entre los siglos VI y IV a.C., el santuario llegó a acumular grandes riquezas gracias a los objetos, trofeos y exvotos ofrecidos por los fieles en señal de agradecimiento y devoción.

Aunque el oráculo mantuvo su actividad hasta el siglo IV d.C., hacia finales del siglo II d.C. se habían empezado a levantar viviendas en los espacios libres al norte y oeste del templo. Surgió entonces un pequeño núcleo urbano, que se amplió después aprovechando la destrucción causada por un terremoto que sacudió el lugar en el año 365. Tras la clausura de los templos paganos del Imperio romano en 391, los edificios antiguos se fueron desmantelando para reutilizar la piedra o para edificar encima, de modo que al poco tiempo no quedó ninguno visible. Siglos después, en época moderna, en la zona donde antaño se había alzado el famoso santuario sólo había una aldea de casuchas miserables llamada Kastri.

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Los viajeros occidentales se sentían decepcionados ante el lastimoso espectáculo: «Delfos no conserva nada de su antiguo esplendor. Todo se ha perdido, incluso el nombre», se lamentaba un capellán sueco, Adolf Sturtzenbecker, de paso por el lugar en 1784. El artista francés Luis Dupré exclamaba en 1819: «No queda nada, sólo una miserable aldea». Y hasta lord Byron manifestaba su desagrado: «Todo es muy feo», aunque grabó su nombre en una columna del gimnasio reutilizada en una iglesia bizantina.

En 1833, el nuevo Estado griego vio la necesidad de promover la revalorización del pasado y rescatar sus vestigios. Grecia promulgó leyes contra la venta de antigüedades, creó la Sociedad Arqueológica Griega y permitió la instalación de centros arqueológicos extranjeros en el país.

Pero la excavación de Delfos suponía una tarea titánica. Para hacerlo, primero había que expropiar a los habitantes de Kastri, indemnizarlos y buscarles un nuevo lugar donde vivir. La situación económica del país no permitía grandes dispendios, así que, en 1838, el Gobierno declaró intransferibles las propiedades y prohibió su rehabilitación. Entretanto, los arqueólogos hacían pequeños sondeos en descampados. El alemán Karl Müller puso al descubierto en 1840 parte de la subestructura del templo, unos diez metros del muro poligonal que lo sustentaba, cubierto de inscripciones, que viajeros anteriores ya habían identificado.
Müller murió por una insolación mientras intentaba copiarlas y el lugar se cubrió de nuevo, pero un vecino avispado, Dimos Frangos, antiguo capitán de bandoleros en la lucha contra los turcos, compró el descampado y lo incorporó a su propiedad, previendo futuros beneficios. Más tarde, entre 1860 y 1861, el francés Paul Foucart despejó otro tramo de 50 metros del muro.

El alemán Karl Müller puso al descubierto en 1840 parte de la subestructura del templo, unos diez metros del muro poligonal

Ante tantos hallazgos, la Sociedad Arqueológica Griega organizó en 1862 una lotería para recabar fondos, aunque ni esa iniciativa ni otra posterior obtuvieron resultado, pues los propietarios intuían que sus terrenos tenían un gran valor y exigían cantidades desorbitadas. Todo cambió en 1870, cuando a raíz de un fuerte terremoto se desprendieron grandes piedras de la montaña que destrozaron la aldea y mataron a 30 personas. Tras el seísmo, una comisión se encargó de buscar un nuevo emplazamiento a las mil parcelas de la aldea y negociar con los vecinos, quienes se negaron a vender si no se les pagaba en metálico. Vista la situación, la Sociedad Arqueológica Griega decidió contactar con los propietarios uno a uno. El capitán Frangos fue el primero en aceptar y obtuvo 9.000 dracmas por una propiedad valorada en 100; una fortuna, lo que incentivó a otros. Aun así, quedaba mucho por expropiar y pocos fondos, de modo que, a la espera de financiación, la Sociedad Arqueológica Griega cedió el terreno a la Escuela Arqueológica Francesa de Atenas para realizar una pequeña excavación en 1880.

A la caza de la concesión

La Escuela Arqueológica Francesa de Atenas había sido fundada en 1846, y desde 1874 entró en competencia con el Instituto Arqueológico Alemán. Cuando al año siguiente los alemanes obtuvieron permiso para excavar Olimpia, las protestas francesas no se hicieron esperar y el Gobierno griego concedió a Francia la excavación de la isla de Delos y la promesa de la futura excavación de Delfos.

Así, cuando en 1880 Bertrand Haussoullier se puso al frente de las excavaciones francesas en Delfos, se centró en los 20 metros de la propiedad de Frangos, entre el sector excavado en 1840 y el despejado en 1860. Haussoullier estaba seguro de estar ante la terraza del templo, pero le extrañaban unos muros que había delante. La excavación reveló que se trataba de la explanada junto a la terraza, donde se habían erigido monumentos conmemorativos. Los muros pertenecían a uno de ellos, el Pórtico de los Atenienses, levantado a principios del siglo V a.C. para albergar trofeos de victorias navales. Junto a él apareció fragmentada la columna de la Esfinge, un exvoto de la isla de Naxos.

En 1881, el primer ministro Alexandros Kumunduros prometió Delfos a Francia a cambio de su apoyo en las reclamaciones territoriales griegas. Se iniciaba así un período de diez años, conocido entre los franceses como «Guerra de Troya», en el que Delfos fue moneda de cambio en las negociaciones entre los Gobiernos griego y francés, a los que pronto se unió Estados Unidos, que también pujaba por excavar el yacimiento. A la muerte de Kumunduros, el nuevo primer ministro, Jarilaos Trikupis, ofreció Delfos a los franceses a cambio de la reducción de los aranceles que gravaban la importación de pasas de Corinto, un producto entonces imprescindible en Francia, ya que la plaga de la filoxera había acabado con sus vides. El senado francés se negó y Trikupis retiró la oferta. Al final, tras las excavaciones ilegales del alemán Hans Pomtow en 1887 y una nueva propuesta, en la que Francia se comprometía a pagar 400.000 francos para expropiar Kastri, el rey Jorge I firmó la concesión el 13 de abril de 1891.

Empieza la Gran Excavación

La conocida como «Gran Excavación» debía iniciarse en septiembre de 1892, pero los aldeanos, molestos porque aún no habían cobrado, se personaron en la entrada e impidieron el acceso. La policía tuvo que acudir para proteger a los arqueólogos hasta que el 11 de octubre se hizo efectivo el pago. Cuatro días antes se había llevado a cabo la inauguración oficial. Trikupis escribió entonces una frase premonitoria: «Esta excavación marcará un hito en la historia de la arqueología».

Los trabajos se prolongaron diez años, de 1892 a 1901, dirigidos por Théophile Homolle, futuro director del Museo del Louvre. Dada la enorme extensión del yacimiento, unos 20.000 metros cuadrados, se emplearon 200 obreros durante diez horas diarias y se instalaron cuatro kilómetros de raíles por donde circulaban 75 vagonetas, que transportaron 28.500 metros cúbicos de tierra.

Se instalaron cuatro kilómetros de raíles por donde circulaban 75 vagonetas, que transportaron 28.500 metros cúbicos de tierra

Pese a las dificultades –viento, lluvias, desprendimientos...–, el trabajo dio pronto sus frutos. En 1893 se descubrieron el Altar de Quíos, la Roca de la Sibila y el Tesoro de los Atenienses, una ofrenda de Atenas para conmemorar la victoria de Maratón sobre los persas en 492 a.C., en cuyos bloques se halló inscrito el texto y notación musical del Himno a Apolo. En 1894 vieron la luz la estatua de Antínoo, las de Cleobis y Bitón y los Tesoros de Cnido y Sición, y en 1896 se descubrió la inigualable figura de bronce del Auriga. Entre 1895 y 1897 se excavaron el teatro y el estadio, seguidos del gimnasio y la fuente Castalia, y a partir de 1898, la terraza inferior o de Marmaria con el templo de Atenea Pronaia.

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La metodología fue la de la época, muy expeditiva. En cambio, la escrupulosidad del diario de excavación, el amplio uso de la fotografía y la publicación de resúmenes anuales sentaron precedente. Quizá por ser un lugar descrito por los autores antiguos, el enfoque fue más literario que arqueológico. Al concluir la excavación, Homolle manifestó que le resultaba decepcionante «no haber hallado ni una metopa, ni un trozo de friso, ni siquiera el dedo de una figura del frontón del templo», ni la cavidad del oráculo ni otras ofrendas citadas en los textos. Por no mencionar la escasa prestancia de los restos, razón que llevó a reconstruir el Tesoro de los Atenienses en 1903 y el Altar de Quíos en 1920. En 1935, la mitad este del yacimiento fue sepultada por un corrimiento de tierras y se tuvo que volver a excavar usando raíles y vagonetas, y en 1938 se levantaron algunas de las columnas del templo de Apolo y del de Atenea Pronaia.

La Gran Excavación marcó el inicio de un largo camino que continúa en la actualidad y que supuso la recuperación de un lugar emblemático del mundo antiguo. En 1992, al celebrarse el centenario de la campaña, Jean Leclant, secretario emérito de la Escuela Francesa, glosó la excavación como «el triunfo del espíritu de Apolo, todo sabiduría y belleza».

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